Fue sábado. La verdad es que lo recuerdo como si hubiera sido ayer. Impactante.
Hace dos días que no nos veíamos con Agustín. Es bastante, teniendo en consideración que somos dependientes, pero no sobre protectores y menos que nos privamos de libertad. Lo extrañaba. Los mensajes de texto habían sido nuestro único medio de comunicación. Alentadores, me ayudaron a encantarme nuevamente con el amor. Quizás exagero. Él no estaba tan lejos: sólo en un reclutamiento en la comuna de San Bernardo, en la misma ciudad donde vivo, Santiago. Realizaba una salida a terreno en las clases que está haciendo en su diplomado de corresponsal de defensa.
Había que celebrar su regreso. La experiencia que aprendió era motivo suficiente. Cuando hablamos por teléfono, lo noté en su voz: júbilo. Por lo mismo, decidí arreglarme y ponerme bonita para él. Además, justo en la mañana fui de comprar, por lo que tenía tenida nueva, y me había dicho que esa noche íbamos a festejar en un lugar diferente. Fue entonces que decidí buscar en la web el mejor bar de Santiago. Anoté varios en una lista. Yo estaba emocionada, tanto que sentía una mariposa revoloteando en mi cuerpo. Incesante, no se detuvo y se aceleró durante el resto de la noche. A las 9 partí rumbo al lugar de siempre: el parque debajo de su edificio. Cuando nos vimos, el abrazo fue mayor a todo, y yo reaccioné automáticamente con un beso apasionado y una sonrisa orgullosa. Sentí que en cualquier momento me desplomaba.
—Te ves preciosa—me dijo al oído.
Seguramente mi cara se llenó de vergüenza y mi reacción fue ponerme a reír con timidez. Nos sentamos en una banca y, acompañados de un cigarro, decidimos ir a un lugar llamado Rinoceronte, en la calle Salvador.
Él, muy caballero, abrió la puerta del auto por mí. Yo le agradecí con un gesto en mis ojos, él lo percibió. De la parte de atrás, sacó un hermoso ramo de rosas blancas, mis favoritas. El aroma me embriagó. Agustín me besó y no pude quitar de mí su sabor en mis labios: dulce. Mi lengua jugó con ellos durante un rato, no podía separarme de esa invisible suavidad. Deliré, y aún me pasa al recordarlo.
—Tengo muchas ganas de contarte todo lo que viví—me dijo muy emocionado.
—Espera que lleguemos al lugar y así nos familiarizamos en un ambiente más grato—le respondí yo, acariciando su oreja.
No le gustó mucho la idea, porque me empezó a contar un poco sus vivencias, pero no del modo en que siempre me relata sus experiencias, sino saltado y pendiente de los autos veloces que furiosos avanzaban por las calles nocturnas.
El auto ha sido nuestro nido de amor. Nos ha acompañado en muchas de nuestras infantiles e inocentes aventuras. La ruta de esa noche era desconocida, al menos para mí, porque nunca habíamos andado juntos por esas calles. Como sabíamos que el bar quedaba en Salvador, Agustín tomó esa avenida. Parece que él tampoco la frecuentaba mucho, porque, a medida que avanzábamos, nos íbamos dado cuenta que habían señales que acortaban la vía. Había que andar con un poco de precaución.
Esa noche la luna no nos acompañaba y la luz era escasa. Poco se veía en las calles y los faroles iluminaban sin ganas, la mayoría pestañeaba. Agustín iba afanado contándome a pedazos su historia, y los amigos que había hecho en su viaje. Risas venían y cariños también. Sonaba en la radio una canción, que sin saber de quién era, ambos tarareamos. Mientras me contaba una historia que yo no recuerdo, de un gritó exclamé: ¡Cuidado! Aunque fue demasiado tarde. Un auto venía por Dublé Almeyda y cruzaba la intersección de las calles, cuando el estruendo fue más fuerte. Mi cabeza se movió, pero jamás perdió el control de la situación. Sentí una fuerza que me protegía. En menos de un segundo, estaba el otro auto enterrado en el nuestro, y dos mujeres alegaban con sus manos, de sus labios se leían perfectamente una serie de garabatos. Agustín se pasó una luz roja.
— ¿Estás bien?—preguntamos a coro.
Gracias a quién sabe qué ambos estábamos enteros. Nada malo nos pasó. Yo sólo sentí un gran dolor en mis rodillas. Me exalté. Grité. Me enojé. Me duró poco, porque Agustín me frenó. Fue sólo un arrebato del mal momento. No podía creer que algo así estuviera pasando en el día de nuestra anhelada celebración.
— ¡Déjame hablar a mí, Matilda! Por favor, tranquilízate. Tiene que haber una solución—exclamó él, mientras se bajaba del auto.
Yo respiré hondo. Conté hasta 10 y estaba abajo junto a él.
— ¿En qué ibai pensando, huevón?—le dijo una de las mujeres a Agustín.
— Disculpa. Iba bien. Estábamos conversando con mi polola, pero te prometo que fue sin intención—le respondió con cordura.
— ¡Para peor el auto es de mi mamá! Qué terrible, el tremendo cacho en el que nos metimos—argumentaba la otra con las manos en la cabeza, como queriendo desaparecer, pero armándose de valor para enfrentar la situación.
— ¡Imagínate como estoy yo!—agregó Agustín.
Yo permanecí en silencio. Una pareja de gringos se acercó a preguntarnos cómo estábamos. Mientras, una de las mujeres sacó una libreta de su cartera.
— ¡Espérate! Voy a llamar a mi papá primero—le dijo la otra.
Agustín y las mujeres le buscaban solución al asunto. Yo me aparté para mirar cómo había quedado nuestro auto. El de ellas estaba bien. Un pequeño abollón. El nuestro, sin exagerar, pésimo. Fatal. Sin parachoques. Aplastado totalmente en una parte del capo.
Luego de que hablaron con su papá, decidieron ir a dejar constancia a Carabineros. Nos subimos al auto nuevamente y en el asiento donde yo iba estaba pisoteado el papel con los nombres de los bares y sus direcciones. Lo llevaba en la mano y con el impacto, claramente saltó lejos.
Agustín manejó lo más lento que pudo
— ¡No puedo controlar la dirección! Se me va el auto para el lado—dijo con la voz quebrada, los ojos casi empapados y la garganta apretada.
Yo seguía en silencio. Tuve ganas de llorar, pero me contuve, porque él me lo pidió.
—Tienes que mantenerte estable y no alterarte— me dijo con voz protectora.
Así lo hice. Sin embargo, en el camino no dejaba de preguntarme quién nos había protegido. ¿Dios? ¿Ángeles? ¿La vida? ¿Es una señal? No pude evitar cuestionarme eso y mucho más. Cuando llegamos a los Carabineros no hubo problemas. Quedó la constancia. Agustín se haría cargo de los gastos.
Luego supimos que las mujeres eran hermanas. Nos despedimos. Ellas quedaron tranquilas. Con dato en mano, emprendieron viaje y nosotros también. A la defensiva en el camino. Cuidando que el auto no se cayera a pedazos. Imposible era continuar nuestra salida, que jamás dudamos en postergarla, con el auto así. Decidimos ir a dejarlo a la casa de él, que afortunadamente quedaba cerca de la comisaría.
— ¿No te da lata salir en micro?—me preguntó avergonzado.
—Para nada. Siempre y cuando tú estés de ánimo. Si va a servir para distraernos, ¡hagámoslo!—le dije yo, tratando de subirle el ánimo.
Y así fue. Dejamos el auto chocado en los estacionamientos. Él tomó mi mano y caminamos hasta el paradero de micro. Ésta se demoró mucho en pasar. Pensamos incluso en un colectivo o un taxi, pero cuando esa idea se nos vino a la cabeza, a lo lejos se veía un bus.
Como yo había anotado bastantes lugares como alternativas, decidimos ir a alguno más cerca de su casa, para que no tuviéramos problemas al volver. Llegamos a la calle Irarrázaval en busca de “Mephisto Bar”. No lo encontramos de inmediato. Nos costó. Al final, nos dimos cuenta que estaba en la vereda del frente. El ambiente era medio oscuro. Repleto. Otro estilo. Para suerte de nuestra compañía, al lado había otro: bola nueve, como en el pool. Entramos ahí y pedimos dos piscolas. Celebramos igual. Festejamos el estar vivos. Un brindis: por nosotros. De ahí en adelante, la mariposa de mi corazón aleteó constantemente, invitándome a seguir, demostrándome que una señal se había manifestado esa noche, enseñándome que hay motivos. Conversamos. Me contó su odisea en el reclutamiento. Su mirada me encandiló. Su olor se quedó pegado en mi garganta. Tratamos de responder a mis interrogantes acerca de quién era el responsable de que siguiéramos vivos, porque para Agustín también fueron cuestionamientos, pero no encontramos verdad absoluta. Sólo nos quedamos tranquilos bajo la idea de que una señal nos invitaba a seguir disfrutando de los momentos que nos entrega la vida. Pasadas las 3 de la mañana decidimos volver.
— ¿Nos vamos en micro o en taxi?—pregunté temerosa.
— Caminando —respondió confiado.
— ¿En serio? —dije alarmada.
— Caminemos un poco y después tomamos un taxi—con su mirada me prometió seguridad.
La noche ameritaba una larga caminata juntos. Creo que jamás había tenido una noche tan sorprendente. La vida me enseñó a valorar más cada momento. Por lo mismo, esa vuelta a su casa fue única e irrepetible. Nos reímos en el camino como dos tontos enamorados de la vida y del amor. De nosotros.
—Cuando chica jugaba a no pisar las líneas de las veredas ¿juegas?—pregunté con una sonrisa que lo invitaba a disfrutar de la fresca noche oscura.
Agustín empezó a correr por las calles, sin pisar las rayas. Entendí de inmediato que su respuesta fue un sí. Y así nos fuimos jugando a ser niños hasta su casa. Nos besamos. Nos abrazamos. Disfrutamos. Recreamos nuestros momentos juntos. Empezamos a vivir la vida de nuevo.
Llegamos a su edificio. Tres pisos. Silencio. Su mamá dormía. Avanzamos casi en cuclillas por el living. Con la luz apagada, nos acostamos a descansar abrazados hasta desgarrarnos. Cerramos los ojos y dormimos en eterno silencio, protegiéndonos, y en sueños danzamos al compás de nuestra respiración.
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